viernes, 5 de julio de 2013

La cámara de Julia (cuento)

La vi por vez  primera en la tienda de fotografía y desde el primer momento supe que sería mi compañera de batalla. Aun siendo de aspecto normal, tenía proporciones armoniosas y me inspiraba confianza.

Desde aquel día fuimos inseparables y, a través de su mirada, vi el mundo en sus infinitos matices. Colores, luces y sombras, y todo lo que transmiten: paz, armonía, estridencia, guerra, dolor, alegría, risa, juegos y así hasta la totalidad de la existencia.

Viajamos a muchos sitios trabajando para periódicos, agencias o por libre. Cazando imágenes, congelando miradas que nos dejaban heladas, para que otros pudieran sentir lo mismo. Pero eso es imposible, nadie podrá sentir jamás el desgarro que se vive cuando se fotografía el dolor de un padre con su hijo muerto en brazos, sólo con el automatismo de los años de trabajo puedes seguir adelante sin quedarte de piedra. Pero no todo fue dolor, también hubo muchos momentos felices, de fiesta, de paz, de hermanos que se reencontraban tras un largo exilio, de atardeceres en libertad en sitios cuyos nombres no recuerdo, y de los que sólo me han quedado esas imágenes grabadas en mi retina, en mi memoria que, a veces, me parece milagrosamente ilimitada.

Compartimos cuatro años que me parecieron deliciosamente eternos, éramos más que compañeras, éramos UNA. Nuestros ojos se fundían en uno solo cuando mirábamos el mundo. Nunca olvidaré el día en que la perdí, fue una tarde de verano en que estábamos en las afueras de aquella ciudad humeante, junto al traductor y al guía. Una muchacha corría entre las ruinas perseguida por tres milicianos, mientras se oían explosiones y disparos a lo lejos, y a este lado de la tapia, escondidos, se oían los clics y algún susurro temeroso. Al poco, alcanzaron a la chica, y ésta no paraba de gritar, nadie se atrevía a moverse por no ser visto, y entonces hizo lo que un reportero de guerra nunca debe hacer, intervino. Julia se incorporó, y mientras seguía haciendo fotos, les gritó con todas sus fuerzas, éstos, sorprendidos, dejaron a la chica y huyeron corriendo mientras nos disparaban. Una de las balas la alcanzó y cayó conmigo en sus manos, fueron nuestras últimas fotos juntas.

Pensaréis que una cámara no tiene alma, pero os equivocáis, Julia me despertó aquel lejano día en aquella tienda y me bañó con la suya, y os juro que el día que ella se fue, lloré.

Allí quedé tirada en el suelo polvoriento mientras intentaban inútilmente reanimarla, y al poco, se acercó temblorosa la chica a la que Julia acababa de salvar a costa de su propia vida. Se llamaba Zaida y, desde ese día, compartimos las miradas al mundo.

La maldita guerra terminó, y creo que el alma de Julia, que un día me inundó, acompaña ahora a Zaida, que trabaja para el periódico local. Siento como, de vez en cuando, algo inspira a la chica a fotografiar cosas que muy pocos pueden ver, y puedo sentir la mejilla de Julia junto a mí y su dedo firme apretándome en el momento exacto.