jueves, 23 de enero de 2014

BELGRADO (8 y 9 de Noviembre)

De Sofía a Belgrado en el tren nocturno. Un coche cama antiguo pero con compartimento para mí solo, todo un lujo. Me gustan los viajes en tren, especialmente en los antiguos, ¿será nostalgia infantil?.


Frontera entre Bulgaria y Serbia, se repite la historia de sórdida desconfianza, policías registrando vagones, equipajes y pasaportes, hombres con linternas y perros entre las vías y bajo los trenes.Y todo esto por duplicado, bajo dos banderas, a un lado y otro. ¿Cuándo seremos sólo Europa?, sin nacionalistas, sin idiotas, sin ególatras egoístas, sin reyezuelos de aldea. En fin, saboreemos el lado pintoresco del viaje. 



Estación de Dimitrovgrad, ya en Serbia.


Con los primeros rayos del sol nos acercamos a Belgrado, capital de Serbia, antaño capital de Yugoslavia, aquel país que fue modelo de convivencia y progreso en el "lado" comunista y que podría haber sido hoy un gran país de la UE, pero que los nacionalismos ciegos y egoístas han convertido en siete países enanos y llenos de resentimiento. Una vergüenza para todos los europeos que algo así ocurriera. Incluso creo que hay tontos en nuestro país que lo toman como ejemplo a seguir (la vía kosovar, dicen). Bueno, creo que recordar lo que aquí pasó me ha revuelto.  

Después de alojarme, el buen día invita a pasear y visito la fortaleza de Belgrado.
Puerta junto al zoo.


Es enorme y domina toda la colina a orillas del Danubio.




Puerta de Carlos VI.


Torre Nevojsa, junto al Danubio.





Ofrendas de velas en una vieja capilla de la fortaleza.


Al igual que luego observaré en Zagreb, se aprecia un alto nivel de fervor religioso, católicos unos, ortodoxos otros. No sé si tendrá algo que ver su triste historia reciente.




Sigo paseando entre los siglos de historia.


Hierros para que nadie entre, ¿o son para que nadie salga?.



Tumba de un antiguo caballero medieval.


Vista desde lo alto de la colina. El parque de la fortaleza, la torre Nevojsa, el Danubio y la isla.






Mausoleo de Damad Ali-Pasha, vestigio de la ocupación turca.

Instituto para la protección del patrimonio.


Otra vista de la ciudad.




T 34, el orgulloso carro vencedor. 




Artillería y Museo Militar al fondo.
Visitando el museo noté la nostalgia de su antiguo pasado y el amargo sabor de la derrota cercana. Muestran restos de los bombardeos de la OTAN del 99, con su convencimiento de haber sido injustamente tratados.


Es un lugar único para ver el río y soñar.

Bajando a la ciudad.



Me parece una ciudad bonita, moderna y con gentes que tienen ganas de pasar página, pero se siente un poso de tristeza y amargura.








Desde mi ventana veo el Jardín Botánico, pero lamentablemente está en obras y no puedo visitarlo.


Esa tarde soy testigo de una puesta maravillosamente colorida, puro fuego.


Y por la noche, un paseo por el centro monumental.
Iglesia de San Marcos.






El Parlamento.




Ayuntamiento.


Iglesia de la Ascensión.


Estatua de Mihailo Obrenovic


Teatro Nacional.


A la mañana siguiente me voy a la estación
Otra vez San Marcos.


Ministerios.


Ministerio de Defensa. Lo conservan con alguna parte tal cual la dejaron los bombardeos de la OTAN.
(Por si alguien cree que estas cosas no van con nosotros, les recuerdo que también hubo aviones españoles bombardeando Serbia). 


Monumento a lo que ellos creen un ataque injusto.


Anuncio de McDonalds de los USA junto al impacto de un misil de los USA.


La vieja estación de Belgrado.
Poco más de 24 horas en Belgrado, se merece más tiempo, me equivoqué. 
Ahora subiré al tren y cruzaré otra ridícula frontera camino de Zagreb.
De Serbia a Croacia (antes sencillamente Yugoslavia, ¡qué pena!).
Esta visita me ha contagiado algo de tristeza y amargura.


EL LOCO DE LA VÍA MUERTA.

No ha mucho, en un viejo albergue de una vieja ciudad balcánica, me contaron una triste y bella historia de un hombre que esperaba un tren imposible. Tal cual me la contaron os la cuento yo.

Todo comenzó una noche de primavera del 45 cuando un tren de deportados circulaba por tierras balcánicas hacia el norte. En uno de los vagones de ganado viajaban, junto a otros muchos, un matrimonio y su hija de diez años. El hombre intentaba sonreír y animar a los que tenía cerca, pensando sobre todo en su hija, aun sabíendo muy bien dónde iban. Apoyado en uno de los laterales del vagón, comprobó que uno de los tablones estaba medio roto. Quizá algún desesperado viajero que les precedió la emprendió a patadas con él. Así que decidió probar suerte y con paciencia y mucha voluntad, logró soltar el tablón, confiando en poder escapar en algún momento aprovechando que era noche cerrada sin luna.

Contó su idea a su mujer, a su hija y algunos de los que estaban alrededor y mostraban algún ánimo, ya que la mayoría parecían estar ya muertos. Aprovechando alguna de las muchas paradas que realizaban, puesto que la vía no estaba en buenas condiciones, él quitaría el tablón y se deslizaría hasta los bosques o sembrados cercanos al tren comprobando que no hubiera guardias cerca, entonces les avisaría con un silbido de lechuza para que fueran bajando uno a uno.

Al cabo de un rato el tren se detuvo en la obscuridad y, tras comprobar que no se oía a ningún guardia al otro lado, quitó el tablón, asomó la cabeza y, reptando, bajó del vagón, gateando a tientas llegó tras unos árboles que había cerca y silbó. Pero en ese momento aparecieron linternas y voces, y nadie más pudo bajar. Tras un silbato agudo y brutalmente doloroso, el tren partió ... y con él partió su vida.

Quedó tumbado tras los árboles, llorando en silencio, sintiendo el vacío más terrible y absoluto que nunca hubiera podido imaginar, y así paso el tiempo sin tiempo, hasta que se levantó y fue a sentarse junto a la vía a esperar el próximo tren que le llevara allí donde se había ido su vida. Mas ningún tren volvió a pasar, los bombardeos habían destruido los puentes y nunca fueron reconstruidos, la nueva línea de ferrocarril construida tras la guerra seguía otro curso.

Pasaba los días y las noches sentado al lado de la vía, mirando al sur, en espera del tren que lo llevara. Cuando alguien le preguntaba algo, él solamente contaba la historia de aquella noche y que estaba esperando el próximo tren. No parecía escuchar nada de lo que le decían, ni atendía a razón alguna, así que algunos aldeanos decidieron construirle un cobertizo junto a la vía de la que no se separaba, y los que pasaban cerca le solían dejar comida y otras cosas. La gente del lugar llegó a adoptarlo como su loco, "el loco de la vía muerta",  le llamaban cariñosamente.
Con los años volvió a sonreír, sobre todo cuando los niños iban a que les contara su historia, y si él veía que alguno se entristecía, le consolaba diciendo que pronto cogería el tren para estar con sus chicas.

Pasaba los días paseando por la vía oxidada y cubierta de vegetación, y al atardecer se sentaba mirando al sur con los ojos humedecidos.

Una noche de primavera sin luna de no ha muchos años, antes del amanecer, cuentan que los perros se pusieron a aullar y se oyó un largo y profundo silbido de vieja locomotora de vapor. Nunca volvieron a ver al anciano, y dicen que los que fueron a la mañana siguiente al lugar, encontraron la vegetación de la vía aplastada y tumbada hacia el norte.



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